Jotón, la novela de los círculos abiertos. “Emigrar desestabiliza todo: no corre los muebles, los hace estallar en el aire”. Entrevista a Natalia Crespo

Primera época, número 9, enero-junio 2020, pp. 121-130.

Autora: Eugenia Argañaraz.1

En esta entrevista a la escritora e investigadora Natalia Crespo conocemos una nueva manera de diagramar los movimientos, los desplazamientos en su novela Jotón (2016). Es curioso cómo la autora relata que quiso mostrar algo más que un desplazamiento, da cuenta de cómo la lengua ajena, a veces, moldea formas y accionares. Natalia Crespo nació y reside actualmente en  Buenos Aires. Es autora del ensayo Parodias al canon (Corregidor, 2012), de las novelas Jotón (Modesto Rimba, 2016) y Con perdón de la palabra (Obloshka, 2019) y de numerosos cuentos y artículos, aparecidos en revistas y antologías. Recibió el Premio Jóvenes Cuentistas del Cono Sur (Colihue, 1996), el Premio Paul Borgeson (2003), el Segundo Premio Ajiaco (2004), el Premio Victoria Urbano de Creación (2008) y el Tercer Premio del Fondo Nacional de las Artes, (2011). Vivió ocho años en Estados Unidos, en donde cursó un doctorado en Letras Hispanas y trabajó como profesora en la Universidad Tecnológica de Michigan. Actualmente es investigadora del CONICET, se dedica al rescate y re-edición de obras literarias olvidadas del siglo XIX.

En cuanto a lo ficcional, Crespo ha optado por relatar un 2001 argentino que tuvo como consecuencia un nuevo oleaje emigratorio debido a políticas económicas y acuerdos neoliberales que convirtieron a la Argentina en un país en crisis.

Esta obra, publicada en 2016 por Modesto Rimba, nos permite observar a los lectores que luego de la feroz dictadura militar argentina de 1976 devino otro período —comparable sólo en algunos puntos con dicha dictadura— que se plegó en nuestros cuerpos para recordarnos que podíamos llegar a vivir nuevamente lo que ese momento había plasmado en nuestras memorias.

Jotón no es una novela de exilios, ni de destierros obligados; Jotón es una obra que resignifica las circunstancias de quienes vivieron el período dictatorial y que, en 2001, tuvieron que atravesar un momento doloroso a nivel económico, motivo que los llevó a partir, a emigrar hacia otros horizontes. Su autora enlaza sucesos a nivel narrativo, configura un personaje femenino (Marisa) que se encuentra en el extranjero deseando volver a su patria y a sus costumbres. Si lo pensamos por un momento, en este punto, Marisa sí es una exiliada de modo completo, ya que la extrañeza no la abandona ni un solo día de todos aquéllos que permanece en Houghton (EE.UU). Convive con un marido que se ha extranjerizado sin fisuras, con colegas y nuevos amigos que reforzarán, más aún, el extrañamiento y con una hija pequeña que, de a poco, va incorporando modismos estadounidenses que dislocan y perturban a su protagonista. Crespo logra entramar la conjunción de una novela necesaria con un período social y cultural que nos permite no olvidar.

La novela no sólo da lugar a la inmigración, a los exilios, a los viajes sino que también hace foco en cómo las mujeres nos rearmamos tanto dentro como fuera de nuestra zona de confort. Resistimos en el tiempo y en el espacio y somos capaces de circular siguiendo el estilo de un lenguaje infinito que se rehace y amolda, no únicamente desde la fortaleza, desde lo familiar y anecdótico sino desde aquello que arrastramos con nosotras.

La decisión de entrevistar a Natalia Crespo fue la consecuencia de una lectura jotonesa, término que adherimos a su novela. Jotón no sólo resignifica y vuelve a capitalizar lo argentino, las costumbres, lo territorial y lo memorial desde un lenguaje puro y sin dislocaciones, acriollado, argentinizado, voraz, capaz de ironizar con un inglés frío donde las relaciones humanas quedan en un segundo plano; Jotón cruza fronteras imaginarias y físicas. La lengua se vuelve aquí el lugar de la sobrevivencia y de la esperanza, del cruce con lo diverso y lo desconocido donde lo lingüístico es coraza, escudo, salvavidas y memoria intacta.

Sobre esto se conversó con Natalia una tarde de verano porteño en medio de costumbres bien nuestras e imposibles de omitir.

Eugenia Argañaraz (EA): ¿Cómo fue tu relación con la literatura y la escritura en la infancia?

Natalia Crespo (NC): Tuve el privilegio de estar siempre cerca de la literatura. Vengo de una familia de clase media, mis padres pertenecen a la generación que pudo dar el salto hacia la alfabetización: quiero decir, mis abuelos eran trabajadores que no fueron a la universidad ni pudieron disfrutar de la literatura. Pero mis padres sí y en mi casa de la infancia había una biblioteca enorme —o que a mí me parecía enorme en ese entonces. Tuve el lujo, también, de una tía narradora oral. Me encanta leer, pero si te cuento la que era en ese entonces mi “canon”, verás que tenía dudosa calidad: Poldy Bird, Alma Maritano y Elsa Bornemann eran los nombres que más circulaban como literatura infantil/juvenil en Buenos Aires en la década del ochenta.

Respecto de la escritura, recuerdo una anécdota que me abochornó durante mucho tiempo. Viene al caso, yo creo, porque para mí la vergüenza, los papelones, esas vivencias que una no quiere ni recordar por la imagen que proyectan de una misma —lo anti-épico en general, y lo cómico— suelen ser acicates estimulantes de la creatividad.

Un día la maestra de quinto grado, Mirta, anunció que pronto iría de visita a la escuela la escritora Siria Poletti. ¡Nada menos! Yo era una declarada fanática de Siria Poletti así que cuando, tras el anuncio, tocó el timbre del recreo, recuerdo que corrí de alegría, queriéndome comer el aire, patinando al intentar frenar con mis zapatillas Pampero en aquellas baldosas rojas con vetas blancas, lustrosas como jamón crudo. Iba a una escuela pública construida en la época de Cacciatore: toda ella cuadrada y roja como las baldosas del patio. Mirta era, como muchas maestras de aquella época, esposa de un militar. No sé por qué era tan frecuente ese parentesco en las escuelas públicas de Buenos Aires durante la década del ochenta, pero al menos en mi escuela eran varias las “señoritas” que eran, bajo el impoluto guardapolvos (o sobre él), “señoras de” milicos.  Demás está decir que Mirta también era, como las baldosas y el edificio, bastante cuadrada y roja. Cuadrada no requiere explicación. Roja porque estaba siempre crispada, amenazante y con el ceño fruncido. Golpeaba el borrador contra el pizarrón, a los gritos, en actitud furibunda porque “el grado no se comporta como corresponde”. Sin necesidad de decirlo, todo lo que hiciéramos a futuro —sobre todo durante la visita de Siria Poletti— debía intentar rebatir aquella certeza: es decir, acortar la distancia entre nuestra conducta y “lo que corresponde”. Teníamos que preparar la entrevista, esmerarnos en las preguntas y en el “impecable desempeño” para poder recibir a la escritora “como corresponde” y, por una vez en el año, no enfurecer a Mirta.

Yo tenía escritos algunos cuentos y la ilusión de dárselos a leer a la ilustre visita. Claro que Mirta, como era de esperarse, oficiaba de filtro. Los primeros “cuentos” se los entregué sintiendo que eran margaritas a los chanchos, así que no me esmeré demasiado: estaban en el mismo cuaderno de clases, a continuación de las tareas, con borrones de lapicera 303 y miles de faltas de ortografía. Creo que mi estrategia —fallida— era cansarla: darle tantos textos a leer que su ojo inquisidor  se agotara y entonces, en el aire alivianado por su hartazgo, se levara por fin el molinete de la censura. Calculé mal: Mirta estaba cada vez más horrorizada ante mis faltas de ortografía, mis tachaduras y las que llamaba despectivamente “mis ocurrencias inentendibles”. Lo de “inentendibles” se lo concedo: cuando años más tarde releí aquellos cuadernos, me encontré con parrafadas de refritos de mis escritoras “trillizas de oro”: Bornemann, Bird, Maritano (esos cuentos, como estaban pensados para ser leídos por Siria Poletti, creo que —quiero creer— tuve el decoro de no intentar imitarla).

Llegó por fin el día de la visita: recibimos a Siria Poletti en el aula, nos dio una charla, hubo preguntas, aplausos, algún regalo o algún diploma entregado por la directora. Tocó el timbre. Todos salimos. Siria Poletti se iba. A paso lento, pero se iba, sin que mis borradores hubieran salido jamás del cajón de fórmica amarilla de la señorita Mirta. La corrí (a la escritora). Justo antes de que atravesara la puerta vidriada, del otro lado del inmenso patio ajamonado, la alcancé y le di, nerviosísima, las dos hojas Rivadavia en donde había pasado en limpio el que consideraba el más presentable de mis cuentos. Cuando volví al aula me encontré con la mirada reprobatoria de Mirta: mi cuaderno guardaba la prueba de mi deshonra, la versión borrador del cuento entregado, testigo de todas las faltas de ortografía, errores de redacción y ocurrencias inentendibles que habían sido copiadas en las hojas Rivadavia. Para Mirta, aquellas hojas Rivadavia eran era la prueba irrebatible de mi ineptitud y de su falla como docente: cómo había logrado entregárselas a La Escritora sin que ella antes las revisara.

La respuesta de Siria Poletti nunca llegó y eso fue para mí la señal inconfundible de que tanto no se habría horrorizado, de que mis “ocurrencias inentendibles” podían existir en el mismo mundo en que existían escritoras como Bornemann, Poletti, Bird y Maritano, en el mismo mundo donde Mirta seguiría sacudiendo el borrador contra el pizarrón, furibunda por todos los comportamientos que no corresponden con lo que ella esperaba.

EA: Tremenda anécdota, imposible de olvidar, siempre en nuestra memoria guardamos eso y más, por ello es que me animo a preguntarte ahora: ¿Cuáles han sido tus referentes o referencias literarias además de Siria Poletti en la infancia?

NC: Una persona entrañable para mí y mi referente literario durante mi adolescencia fue la poeta Hebe Solves, fallecida en 2007. Hebe tenía un modo muy liberador de ser escritora: no adscribía a modas ni a teorías ni a camarillas literarias. Era anti-institución, sólo creía en el disfrute de la literatura, rehuía de toda mitología en torno a la figura del escritor/a. Además, era sumamente generosa con su tiempo, con su escucha y su casa. Organizaba lecturas literarias una vez por mes, nos invitaba a todos: amigos, alumnos, parientes. Te recibía con empanadas y vino. Había lecturas en voz alta, discusiones acaloradas, personajes para mí estrafalarios. Circulaba un sentido muy comunitario y sesentoso de lo literario, anacrónico y aliviante dentro del neoliberalismo de la década de 1990. A mí, de adolescente, todo ese mundo me fascinaba.

De más grande circulé por otros talleres: el de Dalmiro Sáenz un tiempo, el de Isidoro Blaistein, finalmente recalé en clínica de obra con Inés Fernández Moreno, que fue una gran lectora y consejera durante la escritura de Jotón.

Mis escritores referentes son varios: los libros de Hebe Uhart, Felisberto Hernández, Macedonio Fernández me acompañan desde hace décadas. El humor es un terreno que me interesa muchísimo: o quizás lo que me interesa es alejarme de la solemnidad. Creo que la auto-ironía es una arcilla mucho más esculpible que la gravedad, siempre secante y plomiza. David Lodge me ha hecho reír a carcajadas en algunas de sus novelas, Flannery O´Connor también. Eudora Welty es una escritora que me encanta, también Jamaica Kinkay y Jhumpa Lahiri. De Junot Díaz me interesa la mirada irónica y a la vez tierna del mundo latino en Estados Unidos. Miguel Delibes es otro autor que me dispara a escribir, algunos textos de Saramago, algunos de Nabokov, el infaltable Italo Calvino. Dentro del ámbito argentino, Inés Fernández Moreno, Julián López, Alejandra Kamiya tienen escrituras que me resultan exquisitas.

EA: Una hibridez exquisita, que nos invita a acercarnos a textos con los que aún no nos hemos encontrado. En Jotón se distingue un laborioso trabajo escritural que va más allá de las temáticas: viajes, desplazamientos, exilios, además cruzas otra frontera, la de la lengua; me nace  ahora una gran curiosidad: ¿La idea de escribir Jotón surgió luego de tu viaje?

NC: Bueno, la verdad es que me fue surgiendo, la fui escribiendo gradualmente, durante mis años en Estados Unidos y luego durante mi regreso a Argentina. Casi todos los capítulos fueron cuentos primero, creo que eso se nota en la hechura final: como cierta autonomía de cada capítulo respecto de los anteriores. Uno de ellos, el capítulo IX, en el que Marisa y Mónica hablan por Skype, apareció en una versión ligeramente diferente, como cuento “El trueque”, en la revista Letras femeninas en 2009. Lo escribí aún estando en Houghton. Otro, el capítulo X, salió en 2008 en Grafemas, bajo el título “Dulce de leche Agendatz”, en el marco de los Premios Victoria Urbano de la entonces Asociación Internacional de Cultura y Literatura Femeninas Hispánicas (AILCFH), hoy llamada Asociación de Estudios de Género y Sexualidades. Otros los escribí al tiempo de haber regresado a Buenos Aires: el XVIII y el XIX. Soy muy lenta para escribir: me gusta dejar decantar las primeras versiones unos meses, que sedimente el sentido, olvidarme un poco de lo que escribí, y retomarlos luego, con cierta mirada extrañada, con un poco de esa hermosa ostranenie, como decían los formalistas rusos.

EA: Luego de escuchar este trayecto tuyo con la escritura, con tu producción no puedo dejar de preguntarte cómo has conjugado, a lo largo del tiempo, investigación y escritura ficcional ¿Se debe a que siempre has escrito literatura en primera instancia?

NC: Estuve muchos años sin escribir. Cuando estudié la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, entre 1995 y 2000, había una idea muy estricta y circunspecta de lo que debía ser la crítica literaria: alejada de la ficción, de la poesía, seria y poco entendible. Alejada de toda expresión de creatividad personal. Una enorme contradicción la atravesaba (y creo que todavía hoy atraviesa a ciertos intelectuales porteños del circuito FFYL-UBA): todos se decían populistas y de izquierda pero hacían un uso de la lengua y de la profesión totalmente sectario, para ser entendidos sólo por sus pares. Muchos de los docentes —el ámbito en general de la facultad— practicaban cierto disfrute en hablar con jerga de teoría literaria. La supuesta rigurosidad intelectual era confundida con el rigor (rigor mortis) de no aventurar nada personal ni creativo. Hoy me pregunto si no serían formas de  la inhibición y/o de la resistencia, otro efecto colateral de la post-dictadura, pero en su momento me fastidiaba mucho. Además no hay que olvidar el clima socio-histórico: al calor del neoliberalismo menemista, la facultad de Filosofía y Letras era un reducto de los anti-sistema, lo cual era maravilloso y necesario, pero creo que la inmensa desvalorización social de las carreras humanísticas (no rentables) durante los años noventa explica en parte aquella postura tan elitista y prescriptiva y alejada de lo creativo que se respiraba en la facultad. Como una sobre-actuación del personaje del intelectual, en una carrera contra el desprestigio social, una exacerbación de todos los ritos identificatorios del intelectual. Hoy nos puede resultar satirizable y caricaturesco, pero en los noventa era común que todo comentario se acompañara de una cita a Foucault o una referencia a Derrida. En ese clima envarado —defensivamente envarado— y pretencioso, lo creativo se tomaba por poco académico. Así que a mí me llevó varios años deshacerme de esa mochila acartonada. Retomé la escritura  años más tarde de haber terminado la carrera de Letras. En ese sentido, el sistema académico estadounidense y el cambio de país —y de idioma— me resultaron liberadores. Junto con el desgarramiento y la nostalgia, cambiar de cultura también acarrea la libertad de re-inventarte ante quienes no te conocen ni atestiguaron tu pasado.  Al menos al principio de mi estadía fue así.

EA: Con respecto al género autobiografía, ¿en algún momento has ubicado a Jotón dentro de este género, quizás no toda la novela, tal vez algunas partes? ¿Cuál es tu opinión sobre lo autobiográfico?

NC: No, no creo que Jotón sea una autobiografía. Tiene, sí, algunos rasgos autobiográficos, pero está planteada como ficción. A mí me cuesta generar situaciones narrativas que no se basen, de algún modo, en ese saber sensorial y emocional que dan las vivencias: me encantaría decir “Voy a escribir un policial que transcurra en la Edad Media en un pueblo del sur de Italia”, por ejemplo, pero la verdad es que necesito sentirme sujetada con el arnés de la experiencia. Además, tampoco tengo esa mirada programática sobre mi escritura: no podría decir que escribo algo que me he propuesto previamente. Esto no significa que lo que escribo sea sobre mi vida, pero sí que tengo que haber transitado de algún modo por esos espacios, por esos personajes, conocerlos bien, para poder asir el tono de un modo que a mí no me suene impostado, que fluya. Mi segunda novela, Con perdón de la palabra (Buenos Aires: Obloshka, 2019), es una suerte de picaresca narrada por un personaje estrafalario, pero transcurre casi toda en una escuela especial. Creo que la pude escribir porque trabajé unos años en una escuela especial para personas con discapacidad: conozco los tonos, las cadencias, la cosmovisión de ese ambiente, sus personajes, sus sentires, sus hábitos cotidianos. La carnadura del lenguaje de lo que vas a narrar, dar con el tono, es para mí lo más importante, es lo que distingue lo literario del mero reporte de acciones, de lo periodístico o informativo. Cuando no hay un trabajo con el lenguaje, en general me aburro, tanto leyendo como escribiendo.

EA: Es bueno, como entrevistadora, saber de primera mano que tu segunda novela ya está en proceso de publicación, nos diste un dato inédito.

NC: Esta nueva novela se propone como una larga carta que un condenado estrafalario, Muñón el Pensador, le escribe a la jueza que lleva su caso para intentar conmoverla y recuperar su libertad. Este personaje escribe desde el hospicio en el que está encerrado tras haber cometido un delito que conoceremos sólo al final. Este delito fue leído por la justicia, no como un hecho premeditado sino como el acto impulsivo e inconsciente de alguien fuera de eje. El desenfreno de este personaje no es en verdad lo que parece. De hecho, nada es en esta novela lo que parece ser. En Muñón surge cierta picardía criolla semejante a la picardía de ciertos personajes célebres del Siglo de Oro Español.

EA: Da mucha curiosidad leer tu nueva obra, esperáremos por ella. Volviendo a Jotón ¿En qué grupo de textos o corriente narrativa crees que se inscribe?

NC: Creo que, dadas las crisis económicas y la falta de trabajo, en la era de la llamada “globalización” ha surgido una línea narrativa que tiene que ver con las expatriaciones o desterritorializaciones. Así como en los años 70 y 80 hubo, a raíz de las dictaduras en Latinoamérica, una proliferación de narrativa sobre el exilio político, la literatura del siglo XXI se abrió muy prolífica en cuanto a narrativas de la desterritorialización. Pienso que, en este sentido, mi novela se inscribe en una serie literaria que podríamos imaginar compuesta por textos como Usted está aquí, de la colombiana Margarita García Robayo, Blue label/etiqueta azul del venezolano Eduardo Sánchez Rugeles, Dime algo sobre Cuba, de Jesús Díaz, Phoenix del argentino Eduardo Muslip, Una extraña entre las piedras, de la cubana  Lucía Portela, y la lista podría seguir.

EA: ¿Cómo ingresa lo memorial en tu literatura?

NC: No sé si es que ingresa o no podría no estar. Escribo, como dije, desde la experiencia, desde lo transitado. La memoria es un semillero invaluable para mi escritura. Es como la ideología, como el origen, como el idioma o como lo sensorial: no se escribe sin eso. Es como si yo te dijera “caminá sin tu olfato, sin tu gusto o sin tu audición”. No caminás gracias a ellos, pero sería imposible que te desembarazaras de tus sentidos al caminar. Vas por el mundo con ellos y no podrías elegir no oler, no oír, no sentir gustos.

EA: Como una memoria coyuntural que atraviesa experiencias y está adherida en nosotros porque las memorias son también presente, como ya lo ha  explicado Elizabeth Jelin. La memoria entonces se presenta como el sentido que se le da al pasado y por aquí me interesa conocer, ¿qué te significó narrar la crisis del 2001?

NC: Me ayudó a darle una lectura posible. Dar sentido siempre tiene algo reparador y vitalizante. Me acuerdo que cuando era estudiante y leía crónicas de Indias, me divertía encontrar que uno de los recursos del género —pensemos que son escrituras de los conquistadores/viajeros en forma de cartas dirigidas por lo general a un rey o virrey— era argüir el fragor del momento (una batalla, un naufragio, algún accidente tremendo) como impedimento para el relato fehaciente de los hechos. Claro que por lo general estos relatos son épicas del fracaso. Quizás es una instancia siempre imposible “el relato fehaciente de los hechos”. Quizás estemos siempre “en el fragor del momento”. Pero creo que cierta distancia para evocar momentos nódulo en la historia de vida de un país o de una persona ayuda a tener una mirada más crítica, menos emocional. Cuando la emoción está muy inflamada, el hecho doloroso es muy reciente, aflora el melodrama y eso nunca ayuda a lo literario. En el comienzo de Jotón sobrevuela el clima de la crisis del 2001 pero creo que si lo hubiera escrito en el 2001 habría sido un relato áspero, atravesado por la bronca y por el dolor. Pienso que tal vez sea como mirar la piel de un elefante: vista de lejos, es gris terroso, podés pintarla, fotografiarla, resignificarla, pero vista de muy cerca, es una aspereza atravesada de surcos, un mapa ilegible lleno de líneas que de ningún modo te nombran al elefante aunque pertenezcan a él.

EA: ¿Cómo es tu relación con otros idiomas? Te pregunto porque he leído que en una entrevista decís “cambiar de idioma ayuda mucho a retomar la escritura” ¿El contacto con el inglés significó eso para vos?

NC: Sí, a mí me ayudó mucho vivir en inglés para entrar de otra manera a mi lengua. Es una experiencia intensa: implica no sólo la competencia lingüística del idioma (te diría que eso es lo de menos) sino el habituarse a toda la pragmática de un idioma, a todo lo que va más allá del código, que es para mí lo más interesante e intransferible. Porque hablar no es sólo comunicar el mensaje, sabemos desde hace mucho, gracias a la sociolingüística, que hablar implica también posicionarse de un modo siempre jerárquico ante el otro (por debajo, por arriba, en igualdad, pero siempre con una jerarquía implícita), implica adscribirse dentro de un grupo social, etario, hasta político, de pertenencia. Nunca es inocente el lenguaje. En este sentido, vivir en otro idioma supone, al menos durante los primeros tiempos en tu cultura otra, un grado de inadaptación o de incomodidad insoslayable. Para mí el gran dolor de la emigración era esa inadaptación: la extranjería del idioma, no entender del todo lo connotado, los entredichos, las cadencias, limitar la lengua a un código comunicacional sin espesor pragmático. Hasta las bocas se mueven de modo diferente cuando se habla otro idioma. La no anticipación de eso me resultaba el grado más alto de la extranjería. Pero también vivir en otro idioma y su desencaje inevitable te lleva a concebir la escritura en lengua propia como guarida, como refugio de esa intemperie lingüística y vincular (si es que se puede disociar lo lingüístico de lo vincular, tal vez no). Porque una nunca está sola cuando escribe: se evocan lecturas, voces, potenciales lectores, siempre es coral la escritura, y en ese sentido escribir pasa a ser un reencuentro con la intimidad histórica de cada uno.

EA: Muchos de los problemas latinoamericanos que enumeras en Jotón continúan al día de hoy, como la discriminación a los latinos, la marginalidad sobre migrantes en Estados Unidos, los conflictos culturales, etcétera, ¿cómo los ves hoy?

NC: Creo que se han agravado respecto de la década anterior. Hay, ya sabemos, un recrudecimiento de la derecha, tanto en los gobiernos actuales latinoamericanos como en Estados Unidos. Me parece que en Estados Unidos, dado que muchas de las universidades están en campus, generalmente un poco aisladas de la comunidad a la que pertenecen, la gente del ámbito académico no resulta representativa del americano promedio. Te diría que se respira progresismo y multiculturalidad, aunque no siempre sean aires genuinos sino convenciones sociales. Creo que hay una parte de la sociedad estadounidense que es profundamente pacata, que presta mucha atención a lo políticamente correcto y al qué dirán y es, por tanto, muy proclive a desarrollar un doble discurso: aceptación y tolerancia a los latinos de la boca para afuera o como mano de obra barata, discriminación y xenofobia en sus prácticas cotidianas o en sus creencias más profundas.

EA: Inés Fernández Moreno enmarca tu novela en el grupo “literatura de exilio”. ¿Previamente pensaste que podía tener esa clasificación?, ¿podría pensarse como “literatura de exilio y de emigración en la era de la globalización”, como propone Mistrorigo en su reseña para la revista Caracol?

NC: No me siento cómoda con la palabra “exilio”. Sería arrogarme una experiencia que no tuve. Yo prefiero hablar de expatriación: una experiencia mucho más holgada que la del exilio, en donde no está en riesgo la vida y en donde ciertas posibilidades de elegir persisten. Si bien me fui porque en Argentina estalló la crisis, me considero una privilegiada si me comparo con los miles de argentinos que, durante la dictadura militar, de la noche a la mañana, tuvieron que emigrar para salvarse el pellejo. El exilio tiene una dimensión dramática muchísimo mayor que la expatriación, no sólo en la partida urgente y desgarradora sino en la prohibición de volver. Estando en Houghton tuve oportunidad de cruzarme a Montreal y conocer a un grupo de intelectuales y poetas hispanocanadienses: casi todos eran chilenos que habían escapado del pinochetismo en la década de 1970. Lo tremendo de sus relatos no era sólo cómo habían tenido que huir (literalmente con lo puesto, para no ser asesinados, arrancándose de golpe de sus afectos, sus actividades, sus ámbitos) sino que muchos de ellos habían estado luego en las “listas negras”: sin poder pisar suelo chileno durante más de diez años. Mi experiencia no tuvo nada que ver con aquellos relatos desgarradores.

EA: La desterritorialización es pensada de una manera sutil y particular en Jotón, no sólo en cuanto al aspecto y espacio físicos sino también en cuanto al idioma. Pero en Jotón esa desterritorialización va más allá: abarca también la cuestión del género, de lo conyugal, ya que Marisa conoce a Eduardo de otra manera… ¿Se podría observar que la desterritorialización abarque y contemple al machismo, al género, a lo familiar?

NC: No sabría decirte si los abarca o no, eso lo dejo para estudiosos del tema como vos. Creo que la experiencia de emigrar deja más a la intemperie todo: los vínculos, las carencias personales, los anhelos, los temores, las miserias humanas. Hay algo de la rutina diaria en el país de una, algo propio del hábito, que es siempre un poco anestesiante, como un mueble que ha estado siempre en un rincón y a nadie se le ocurre mover de allí porque parece una continuación de la pared. Emigrar desestabiliza todo: no corre los muebles, los hace estallar en el aire. Y lo que funcionaba de modo precario no resiste el vendaval. En Jotón se narra una vida matrimonial de gran malestar y una separación posterior. Creo que a Latinoamérica le falta mucho terreno por recorrer en el campo de la igualdad de género, tenemos un machismo muy afincado.

EA: ¿Qué es para vos la escritura? Tununa Mercado, por ejemplo, alude que ella cuenta con “una caja convocante de la escritura” que es también acto de supervivencia.

NC: Creo que tiene que ver con el deseo de decir más allá de la oralidad, de esa palabra inmediata y volátil. O de decir lo que queda dicho y comúnmente no se nombra, esa tierrita debajo de la alfombra que abulta pero no se ve. Con el deseo y con la desfachatez, con desfachatar o desbaratar la fachada, la careta de algo o de alguien.

EA: ¿Qué estás escribiendo ahora? Si bien ya nos has adelantado data, siempre quienes preguntamos nos volvemos más curiosos…

NC: Ahora estoy trabajando sobre una serie de cuentos que tienen que ver con la vida familiar, íntima, afectiva. Creo que lo que está aflorando de común en estos cuentos es cómo resignificamos los recuerdos y el pasado según cómo y cuándo los recordemos: es decir, lo inevitablemente ficcional de la memoria, lo lingüístico de todo recuerdo. Veremos qué sale.

Es así que en diálogo con Natalia Crespo, se reflexionó sobre el poder de las palabras, de los viajes, de las migraciones, de lo que se desea y de lo que no se desea. Incluso de lo acontecido en un 2001 caótico, inolvidable para nuestro país cuando muchas personas debieron abandonar la Patria en busca de mejores horizontes laborales, como un círculo en el que los argentinos y argentinas evitamos caer porque nuestra Patria está siempre en nosotros, donde sea que nos encontremos.

Fecha de recepción: 25 de julio de 2019.

Fecha de aceptación: 14 de octubre de 2019.


 

  1. Doctora en Letras por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Líneas de investigación: literatura Argentina desde 1970 hasta la contemporaneidad, literatura Latinoamericana y del Cono Sur. Contacto: eugearga@gmail.com.